Este 10 de octubre, como cada año, conmemoramos el Día Mundial de la Salud Mental, una fecha que la Organización Mundial de la Salud promueve con el objetivo de sensibilizarnos y hacernos reflexionar sobre una problemática que durante mucho tiempo ha sido ignorada en nuestras sociedades. A veces, al leer sobre estos grandes objetivos, podemos sentir que nos distanciamos de la cuestión, como si fuera un problema exclusivo del sistema de salud, del Estado o de los «expertos» en la materia. En cualquier caso, es un problema que afecta a “otros”, y de los que “otros” se tienen que hacer cargo.
Los fríos números nos muestran una realidad distinta: 1 de cada 3 chilenos tiene o tendrá algún problema relacionado a la Salud Mental, vale señalar que no todos estos serán enfermedades. En su gran mayoría serán sufrimientos originados en problemas de la vida cotidiana, cambios en el ciclo vital, la pérdida de seres queridos y otros que en su mayoría no requerirán intervención profesional, si no principalmente cuidados y compañía amorosa de quienes rodean al que lo está pasando mal.
Sin embargo, lo anterior, es inevitable insistir en que la gran mayoría de las personas que requieren apoyo profesional, no lo reciben, o no lo reciben a tiempo, o lo reciben de manera parcial e insuficiente. Está demás decir que los recursos en el sistema público son insuficientes para la gran demanda, y que en el sistema privado han existido barreras de acceso prácticamente insalvables para quién requiere apoyo, antes por vía de la discriminación en cuanto al pago de prestaciones que quedaban excluidas, hoy por la negación del pago las licencias médicas, en medio de una caza de brujas mediática por el aumento en la emisión de éstas, fenómeno que en ningún caso es exclusivo de Chile, sino que es global.
Habida cuenta de lo anterior, hay algo que me resulta más preocupante y que veo a diario en el Valle del Aconcagua respecto a la falta de acceso: Son aquellas personas que no piden ayuda a un cercano, o no consultan a un profesional por miedo a ser discriminados, o producto de sus propios prejuicios respectos a las enfermedades mentales. “Yo no creía en la depresión hasta que me pasó”, “Todos me decían para que estaba en tratamiento si era cosa de darme ánimo” “yo no estoy loco como para ir al psicólogo o al psiquiatra” son parte de lo que escucho todos los días, y agregan una tremenda carga de sufrimiento, muchas veces más que la propia enfermedad, por el sentimiento de incomprensión o incluso de exclusión, o con gran culpa por no ser capaces de “darnos ánimo, o tener una mejor actitud”.
¿Qué es estar mentalmente sano?, se lo preguntaron a Freud muchos años atrás, y su respuesta es tan simple como compleja “Estar mentalmente sanos es ser capaces de amar y de trabajar”.
La salud mental no es la ausencia de enfermedades mentales, sino que es más bien el resultado de una ecuación compleja donde nuestro medioambiente, entorno social, nuestras condiciones de vida, nuestra cultura e historia, se relacionan con cada uno de nosotros como personas, y nos permitirán en mayor o menor medida establecer relaciones recíprocas y satisfactorias, desarrollar nuestro potencial, aumentar nuestro bienestar, ser partes de una comunidad, y lidiar con las dificultades de la vida cuando estas se presenten.
Cada uno de nosotros construye Salud Mental cotidianamente, fundamentalmente en las relaciones con otras personas, la empatía, el trato amable, el apoyo mutuo, la compañía, pueden hacer toda la diferencia en la vida de una persona. Eso está en las manos de cada uno.
Dr. Alvaro Aravena Molina
Médico Psiquiatra Colegio Médico Aconcagua